lunes, 13 de mayo de 2013

El teatro en el siglo XIX. El romanticismo. El duque de Rivas y "Don Álvaro"


Teatro en el siglo XIX. Romanticismo
 Al contrario que en la tragedia griega, los dramas históricos giran en torno a los personajes protagonistas. El status social del protagonista es más bajo y sirve para criticar la injusta organización de la sociedad. La diferencia de status entre el personaje proganista y la amada es fuente de conflictos insalvables, ya que impide la culminación y consumación de su amor por el matrimonio. Dotados ambos de cualidades físicas y morales excepcionales, captan desde el primer momento la atención del espectador. La joven tiende a ser siempre angelizada, mientras que el galán es a medias inocente y a medias demoníaco.

La fidelidad a las fuentes es baja, es solo un pretexto para crear un halo fabuloso en torno al personaje, que le dota de una característica inverosimilitud y posibilita unas ingenuas reconstrucciones escenográficas.

Oscuras fuerzas hostiles persiguen a los personajes, que se esfuerzan vanamente por superarlas. En su pasado hay siempre zonas oscuras, que los hacen misteriosos a los ojos de los otros personajes. Esta fatalidad es introducida por Don Álvaro en el resto de los dramas. Es habitual sorprender en sus labios alusiones a su nacimiento en hora funesta o en hora amarga, y se asocia al misterio de la propia personalidad a la fatalidad en el nacimiento.

La fatalidad de su destino acentúa la imposibilidad del amor, que se ve también como fuerza total. El choque entre el amor total y la imposibilidad de realizarlo es el motor de los conflictos en La conjuración de Venecia, El trovador, El paje, Don Álvaro, Carlos II, el hechizado, etc. Por esa fatalidad se llega demasiado tarde, cuando los plazos ya se han cumplido y ya no se puede conseguir lo deseado. La felicidad, que se atisbó en algunos momentos, se ve cada vez más lejana e inalcanzable.

Abundan los finales pesimistas y la sensación de la fatalidad del paso del tiempo, aunque Zorrilla en Don Juan Tenorio salva al protagonista por la gracia y el amor de doña Inés.

Todo se convierte en misterioso y movedizo en torno a los personajes. El personaje romántico no existe si no se crea en torno a él una atmósfera misteriosa, una expectación. Al final de los dramas suele aclararse el incierto origen de los personajes, dando lugar a sorprendentes anagnórisis, a las que se recurre para atajar el torrene de la acción. Estas anagnórisis acentúan el destino fatal de los personajes, como a Don Álvaro.

Encontramos una concepción existencial pesimista. Se ha perdido en muchos casos la visión providencialista del universo y no se cree en la convivencia humana. De otro lado, el mundo de los sentimientos se revela también como engañoso e irrealizable. De aquí la peculiar terminología con que se refieren por ejemplo al amor: funesta pasión, amor funesto, amor horrible, etc. La soledad del héroe y de la heroína románticos es radical y la posibilidad de comunicación entre ellos prácticamente imposible. La violencia es la forma habitual de expresarse los humanos; corren ríos de sangre y la expresión de los sentimientos es siempre marcadamente violenta y apasionada.

El resto de los personajes del drama se construyen dependientes de la pareja protagonista. Su virtual humanidad está por ello hipotecada. Personifican los valores y convenciones de la injusta sociedad por lo que colisionan con los valores de los protagonistas. En sus decisiones es siempre frecuente el decoro social y la ordenación jerarquizada. Por más que el protagonista adopte actitudes de sumisión, las barreras sociales son inalterables. Paradigmáticas en este aspecto son los conflictos planteados en Don Álvaro o Los amantes de Teruel.


El duque de Rivas y Don Álvaro o la fuerza del sino
Ángel de Saavedra, duque de Rivas (1791-1866), rompe con la rutina en que el siglo XVIII había metido al teatro español gracias a Don Álvaro, pieza que inaugura el Romanticismo en España. Mezclando prosa y verso, tragedia y comedia, el duque de Rivas desprecia las rígidas unidades impuestos por el Neoclasicismo y emplea los caracteres típicamente románticos: el sentimentalismo desbordado, tormentas, suicidios, desafíos..., hasta tal punto que pocas veces se ha reunido tal cantidad de ingredientes de escuela. Agota también los temas: amor, venganza, honor, lucha contra la fatalidad...

Antes de redactar el texto de Don Álvaro, estrenado en 1835, el duque de Rivas compuso una primera versión escrita en prosa antes de 1830.

Don Álvaro o la fuerza del sino está divido en cinco jornadas. Esta distribución evoca al teatro isabelino inglés, la tragedia clásica francesa y la neoclásica española.

Los periodos de tiempo en que la acción transcurre fuera de escena están situados entre jornada y jornada. De esta manera la estructura externa responde a una razón temporal más que argumental, pues en cuanto a la trama se halla divida en tres partes correspondientes a los enfrentamientos entre el héroe con cada miembro de la familia Vargas (padre y dos hijos), coincidiendo con la primera jornada (padre), la cuarta (don Carlos), y la quinta (don Alfonso). En esta última coincide la muerte de Leonor, que provoca el suicidio de don Álvaro.

La primera jornada es una tragedia en miniatura, porque en ella se van a mostrar todos los temas y subtemas principales de la obra (amor, honor, venganza, destino...) y su estructura está perfectamente cerrada, formada por presentación, nudo y desenlace, algo propio del cuadro costumbristas, lleno de diálogos y con una muerte accidental.

En la segunda jornada la personalidad de doña Leonor llena la escena mientras la figura de don Álvaro desaparece. Esta jornada posibilita el encuentro final de los enamorados, y sirve para destacar el papel del destino.

La tercera jornada está justificada por el destino. El duque de Rivas dota al enfrentamiento entre don Álvaro y don Carlos con una serie de elementos como la amistad, el agradecimiento, la lucha interior de don Carlos por su juramento y su honor...

En la cuarta jornada llegamos al segundo clímax de la obra, una continuación de la jornada anterior. La muerte del mayor de los Vargas da lugar a la caballerosidad del héroe, que rechaza la salvación propuesta por el capitán. Con el final de la jornada, don Álvaro se salva de la muerte, en una ironía del destino.

Con la quinta y última jornada se llega al desenlace final de la obra. El tercer momento culminante viene dado por el enfrentamiento entre don Álvaro y don Alfonso. El destino uniría a los dos enamorados en el momento que ella muere a manos de su hermano. Esto desencadenará la tragedia final, cuarto clímax de la obra, con el suicidio del héroe.

El autor transgredió las unidades de tiempo y lugar, pero respetó la de acción. El autor mantuvo, sin embargo, la unidad de tiempo dentro de una misma jornada. No sucede lo mismo con la unidad de lugar. El respeto a la unidad de acción es característico del teatro romántico.

Una de las innovaciones que más sorprendieron del drama fue la alternancia del verso con la prosa. Esta mezcla tiene una función. En prosa están escritas las escenas en que se nos informa sobre los personajes principales o acontecimientos de ellos en el intervalo entre jornada y jornada, mediante cuadros costumbristas o diálogos. También están en prosa las escenas que tienen un mayor carácter trágico, así como la segunda parte de las que las anteceden; y también en prosa están las escenas sin importancia o relatos en boca de actores secundarios. Las escenas en verso tienen un marcado carácter argumental, y sirven para desarrollar la acción. En verso encontramos las escenas correspondientes a los monólogos y aquellas en que los diálogos entre personajes tienen una especial importancia en el conjunto de la acción, salvo las de los dos momentos más trágicos de las obras (muerte del marqués y última escena).

Otro rasgo que caracteriza al Don Álvaro es la combinación entre elementos trágicos y cómicos. Lo cómico se reduce a las escenas costumbristas o la intervención de personajes como el hermano Melitón o Curra; mientras que lo trágico domina el mundo de los protagonistas, que pertenecen a una clase social elevada.

En cuanto al estilo, el lenguaje se adecua a la índole de los personajes. Abundan rasgos estilísticos románticos como la adjetivación, la simbología, el énfasis exclamativo, las interrogaciones retóricas...

Don Álvaro es el personaje sobre el que gira todo el entramado. Es un marginado, a quien la nobleza conservadora desprecia. Su personalidad está inmersa en el patrón típico romántico, incapaz de encontrar la plenitud en vida y abocada a un final trágico. Buscará el triunfo del amor, luego los honores militares, y después una vida de santidad. Al final todo será inútil.

En doña Leonor, se ha querido ver una representación típica del modelo de heroína romántica. La belleza y la debilidad, el apasionamiento, el misterio que en la jornada segunda la rodea, y la consecución de su destino trágico son rasgos de ese modelo.

Los representantes de la familia Vargas, el marqués y sus hijos, son los antagonistas a los que debe enfrentarse el protagonista. La actuación de ellos viene marcada por el honor.

Los temas principales son el amor, el honor, la venganza y el destino. Tanto el honor como la venganza provienen de nuestro teatro áureo, del que a su vez lo tomó del romántico francés. El amor adquiere durante el Romanticismo una dimensión insospechada en la literatura anterior. El amor es pasión total que diviniza. Ahora bien, el protagonismo en el drama lo adquiere el destino o sino.

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